Érase una vez una mujer, joven y normal, que tenía un sueño sencillo:
Dejar de ser normal antes de dejar de ser joven...
Ella jamás usaba el autobús. Eso implicaba grandes gastos en taxi, pero la mantenía lejos de toda una variedad de delincuentes. Lo que seguía en su lista requería ese pequeño sacrificio. De todos modos, correr riesgos también debía estar en la lista de cosas que hace una bromista inusual, ¿a que sí?
Tomó el autobús a una cuadra de la oficina. Después de quince minutos esperando por uno que la dejara en un sitio familiar y cercano a casa. Era el día perfecto para aquella pieza de su aventura, porque estaba realmente resfriada. Fingió que se sentía bastante peor de lo que en realidad estaba, se abstuvo de cubrirse la boca durante los accesos de tos y se abstuvo de limpiarse la nariz.
Las expresiones que podía ver en las personas de pie en el pasillo, eran de asco y disgusto. Seguro querían criticar su educación, pero no lo harían hasta que ella no estuviera ahí para tomar consejo. La señora sentada cerca de la ventana, justo a su lado, parecía tentada a dejar el asiento, pero ya no había sitio libre. Un hombre que estaba en el asiento de enfrente se dio la vuelta para mirarla mal.
La oficinista tosió más fuerte y sacó la antigua grabadora de bolsillo que le había prestado su tío. Presionó el botón para grabar. Se sorbió la nariz y habló con voz cansada (más que nada debía esa voz a un día de trabajo regular con salud lamentable).
―Día 13 ―revisó su reloj de pulsera―. 5:42 PM. Disculparán mi idioma poco técnico, pero estoy segura de que alguién la jodió. La vacuna no funciona en humanos. Mañana realizaremos las últimas pruebas. En caso de que para entonces yo haya caído en la siguiente etapa, quiero hacer constar ahora mismo, que quiero la eutanasia. Lo siento, Sindy. Mamá te ama. Come tus vegetales y no te prestes para conejillo de indias jamás.
Para cuando acabó el discurso y presionó el botón de apagado, las miradas de asco se habían convertido en curiosidad y desconcierto. El hombre del asiento del frente veía a todos lados como buscando la cámara escondida. La señora de la ventana pidió permiso y dejó su asiento para quedarse de pie cerca de la puerta.
Todos la veían como si quisieran preguntar o, murmuraban sobre la salud mental de la muchacha. Pero nadie le dirigió la palabra. Ella había esperado que hicieran al menos eso.
Cuando alguien ocupó el sitio a su lado, sin decir palabra sobre su enfermedad o la grabación, ella admitió que eso era todo. No había sido tan malo, pero ella esperaba más. Culpó a la grabadora. Seguro que todos habían comprendido que era broma porque un científico de verdad (incluso un conejillo de indias no científico) hubiera tenido una grabadora moderna. Pero las cosas no estaban para gastar en eso.
Un par de paradas más adelante, cuando los pasajeros eran menos y a su lado se sentaba una joven que no había presenciado la función, subieron unos payasos.
―Hay, no otra vez ―murmuró la jovencita, a su lado.
―Bueno, señores ―expuso el payaso más gordo, después del segundo chiste―, ahora van a poner sus pertenencias en este saco y las haremos desaparecer.
Su compañero apuntaba con un arma a la persona más cercana, pero no se quedó quieto ahí. Pasaron asiento por asiento, tomando lo que no les había costado nada. Y así fue como la joven fue asaltada por primera vez, perdió la grabadora de su tío y ni siquiera obtuvo los resultados esperados.
A esa misma hora, al día siguiente, corría entre los delincuentes de la ciudad, el rumor de una epidemia nueva, sobre la que se hacían pruebas en secreto. Todos los que estaban enfermos, sin importar de qué, se vieron muy solos por un tiempo.
Me ha gustado ;)
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