Hoy en la mañana desperté y me encontré no con una ni dos, sino con TRES fotos de diversas heridas, reacciones alérgicas y/o procedimientos médicos que mis contactos de Instagram decidieron publicar y compartir con el mundo entero. Teniendo en cuenta que mi cuenta es privada y que solo sigo a 60 personas, tres es un número significativo. El porqué de que alguien pensara que yo quiero ver un primer plano de las suturas en su pierna me intriga casi tanto como lo hace mi necesidad de revisar Instagram cada mañana antes de salir al trabajo… y unas 15 veces más durante el día.
Lo cierto es que, querámoslo o no, todos participamos en este fenómeno de sobreexponernos; yo más como voyeur que como participante activo, pero al final eso es el 50% del proceso. Siempre me ha fascinado la idea de que todos estamos pendientes de quién nos está mirando y cuántos “Me Gusta” estamos recibiendo al mismo tiempo que ignoramos a todas las personas que, de hecho, existen en nuestra vida real. Porque cada vez que miramos la pantalla nos estamos perdiendo de algo ¿no?, al final ese tiempo “extra” que pasamos en línea lo estamos pagando con nuestro propio tiempo en el “presente”.
Por eso yo elijo dejar mi teléfono en casa una vez a la semana. Todos los sábados, mi existencia se limita a lo que está frente a mí y nada más. Cuando empecé con este ejercicio me pasó que no sabía qué hacer con mis ojos. No sabía dónde mirar y el tiempo me parecía eterno. Pero ahora, después de casi un año con esta práctica, puedo decir que cada semana espero con ansias el día en que por fin puedo existir sin ese aparato que el resto del tiempo me tiene como esclava. No me malentiendan, no creo que haya nada malo en estar “siempre conectado”, sin embargo, me parece saludable despegarse de la pantalla de vez en cuando y poner atención a lo que tenemos en frente.
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